Madrid, diciembre de 2008
Creo que ha llegado el momento de coger el tren.
Coger ese tren que llevo esperando tanto tiempo, ese tren que nos separará de una vez por todas, ese tren que cada año que pasa me invita a entrar con más intensidad, que tras cada conversación, encuentro o llamada telefónica pido a gritos que aparezca, pero que, cuando llega me dá miedo coger.
Creo que a tí te pasa un poco lo mismo. Lo personal tira, pero los lazos y, más si hay sangre de por medio, tiran mucho más.
Puedes desligarte de los amigos, el trabajo, incluso de tí misma, de tu pasado... pero hay que ser muy muy valiente para desligarte de tu familia, porque al fin y al cabo es la mezcla de todas las anteriores juntas: Son tus primeras amistades, tu responsabilidad más honda, todo lo que has vivido ,la causa de porqué has vivido y forman parte decisiva de tu propia identidad.
Y eso es lo que significas para mí, pero ya no encuentro el nexo de unión entre ambas, porque de haber compartido cuna, chupete, comida, muñecas, recuerdos y confesiones, hemos pasado a quedarnos en silencio cuando estamos más de quince minutos a solas.
Antes era todo muy fácil: pasábamos casi todo nuestro tiempo juntas; mi casa, mis hermanos y hasta mi propia madre eran tan tuyas como mías.
Los amigos, la educación, los juegos, los planes y las conversaciones, aunque no fuesen las mismas eran exactas.
Si alguien que no nos conociese oyese la historia de nuestras vidas, seguramente pensaría que le ha sido narrado el mismo cuento dos veces.
Pero en todos los cuentos, hasta en los de princesas, hay un elemento que lo estropea todo,aquello que soñamos alcanzar hasta los 20, empezamos a temer a los 30 y nos quita el sueño a los 70; eso que en Nunca Jamás no existía, eso que en medicina alude al final de la vida, esa dichosa madurez que está separando nuestros caminos.
Es paradójico, pero cuando pinté mi cuarto, tiré todo lo que había para decorarlo de nuevo. Pero me olvidé de los cuadros, así que, durante mucho tiempo las paredes estuvieron vacías.
Cada vez que entrabas, decías que parecía una sala de espera, impersonal, todo blanco, que tenía que hacer algo con las paredes.
Por eso, al cumplir los dieciocho me regalaste un mural con fotos en las que solo salíamos nosotras.
A los dieciocho...ese primer año de universidad y último de compenetración...
Hasta ese momento éramos un tándem perfecto: una rubia, pequeñaja, activa y fácil de contentar; la otra más bien todo lo contrario, ambas adorables por separado pero inaguantables cuando nos uníamos.
Inagunatables porque juntas nos daba todo exactamente igual, porque no existía nadie más que yo para tí y tú para mí, porque podíamos pasarnos un mes entero aisladas en un pueblecito sin absolutamente nada más que hacer que mirarnos las caras que cuando volvíamos a Madrid lo único que queríamos era que llegase el momento de volver a vernos; porque podíamos pasar todo el fin de semana juntas y tirarnos el domingo por la noche seis horas colgadas del teléfono sin contarnos nada nuevo; porque los chistes más viejos y más escuchados, de la boca de la otra siempre eran graciosos, porque ese pavo adolescente que intentábamos ocultar delante de todo el mundo salía a borbotones en cuanto cruzábamos un par de frases....
Pero todo eso ha terminado.
Cuando crecemos un poco (no digo maduramos, ya que es entonces cuando nos damos cuanta de que las cosas importantes son las de toda la vida), buscamos cosas nuevas, cosas excitantes, cosas desconocidas, así como personas que nos lleven a estos universos.
Por eso nos juntamos con personas muy diferentes a nosotros, que, finalmente terminarán por desaparecer como malos recuerdos o por convertirnos en algo parecido a ellos.
Y creo que nuestra grieta está precisamente ahí.
Yo me lancé en una época de locura y probé lo desconocido aunque adentrándome con pies de plomo, pero al final, no sé si por comodidad, por miedo o por conveniencia, terminé por volver de donde venía, a la misma gente, los mismos planes, la misma forma de pensar y los mismos hábitos.
Tú, de forma quizá más pausada, optaste por quedarte donde estabas hasta reunir un grupo lo suficientemente grande como para explorar esos nuevos mundos en compañía, y como todo aquello es muy tentador, sobre todo si no vas solo y tienes gente de toda la vida a tu lado, optaste por quedarte.
No sé si saldrás de allí algún día, ni si ese día llega en algún momento, volverás a donde esté yo.
La única certeza que tengo es que no me gusta nada en lo que te estás convirtiendo.
Seguro que, mientras yo veo como te pierdes a tí misma,tú pensarás en todo lo que me estoy perdiendo ahora, y esa es la discusión a la que llegamos cada vez que vamos un poco más allá de los típicos “qué tal estás ,cómo te va todo, alguna novedad...”
Nuestros encuentros se han convertido en momentos aburridos que queremos que terminen lo más rápidamente posible, y que, sin embargo; si dejan de tener lugar, ese tren del que hablaba antes nos arrastrará hacia dentro y no podremos volver a la estación en la que, separadas por unas vías nos miramos ahora.
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